Page 101 - Memoria2017
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abotonándose una camisa rosada, también sin nada abajo.  Fue a la cocina y me

                    preguntó si quería vino; le dije que sí, aunque ya para entonces venía con dos                       CUENTO

                    copas llenas.  Me extendió una, no sin antes darle una probada traviesa.  Al notar

                    que yo seguía sobre la misma baldosa en la que quedé pegado al salir del baño,

                    me convidó a la sala, mientras encendía el televisor “para ver cómo andan las

                    negociaciones”.  Por ahí mismo averiguó si los ratones me habían comido la lengua,

                    y mi lengua mojada por el vino fresco no atinó a decir otra cosa que una soberana

                    estupidez: “¿No usas ropa interior?” Su respuesta fue







                    cortante: “¿Para qué?”, y al decirlo se desabotonó parcialmente la camisa, como



                    disgustada, para enseñarme su pecho blanco, plano y pecoso del que

                    apenas sobresalían dos botoncitos café, bastante similares a los míos.





                          Luego se sentó a mi lado y me habló de lo molesta que se sentía con su cuerpo,





                    con su falta de caderas y de glúteos, con su cintura estrecha, sus muslos duros,

                    sus piernas largas, sin contornos, y sobre todo, con su falta de senos.  “Llegué

                    tarde a la repartición”, dijo mientras se incorporaba para volver a llenarme la
                    copa, advirtiéndome que el vino se toma a sorbos.




            Ese día debí decirle que ella era la más linda del salón, de la universidad, y probablemente del universo;

            que si su rostro perfecto requiriese otra gracia, podía contar con esos ojazos en los que era imposible

            no mirarse cuando uno le hablaba; debí decirle enseguida que nunca más pusiera colores en sus labios

            para no marchitarles ese tono vivaz de caracola recién salida del mar; debí afirmarle que por obtener

            una hebra de la seda perfecta de sus cabellos, millares de antiguos arrieros desafiaron desiertos

            vastos y mortíferos… o al menos pude confesarle que esa era la primera vez que tomaba vino y que en

            adelante, y para siempre, el vino me sabría a ella… ¡Se lo debí decir, se lo debí decir! Pero, en cambio,

            permanecí mudo frente al televisor, mirando al ministro hablar de compromisos y buenas voluntades,


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