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CUENTO




                                                      El regalo de la sirena

            “En julio del año 2001 los científicos declararon, finalmente, que estamos matando a los océanos y presentaron
            aún algo más asombroso. La posible solución es crear reservas ecológicas marinas mediante técnicas
            tradicionales combinadas con los últimos avances de la biología marina”.







                   La cría de peces en lagunas artificiales se estaba convirtiendo con mucha rapidez en una empresa

            cada vez más importante que la cría de reses. Con la contaminación de los océanos ya las personas

            no confiaban en comer lo que venía del mar. No era un negocio muy entusiasta pero cada día era más

            llamativo en los países con un desarrollo sostenible que luchaban contra la contaminación para favorecer

            al medio ambiente. Graduado de ecología acuática, Jacinto imaginaba la finca de su padre como un mar

            con grandes peces. Los imaginaba volar por los cerros como gigantes ballenas que se deslizaban y caían

            en cascada. Siempre había tenido una imaginación muy grande. Se había graduado con honores en la

            Universidad de Washington y trabajaba los veranos en un programa de especies marinas en Alaska. Era

            uno de los mejores en su rama.


                   Cuando terminó sus estudios regresó a la finca de su padre y trajo grandes proyectos. Le maravillaba

            el contacto con los pocos ríos que aún no estaban contaminados y que precisamente pasaban por la finca

            de su padre. El rumor del agua y del campo era una orquesta sinfónica para sus sentidos. Cuando empezó

            la construcción de la laguna artificial donde cultivarían tilapias, camarones y otras  especies, él se puso a

            trabajar en un proyecto que parecía una fantasía, pero que con el apoyo de su padre y fuerza de voluntad

            podía verlo hecho realidad.  Por las mañanas Jacinto se iba al campo para imaginar una alfombra de un

            mar gigantesco. Apretaba los parpados y respiraba profundo y entonces eran barcos que se mecían con

            el ondulante oleaje. Naves vikingas, galeones de piratas, bucaneros y corsarios, navíos de Irlanda.  Él

            podía sentir el mar y era tan real que hasta lo escuchaba. Esa imagen del mar era suficiente para él y su

            imaginación lograba transformar toda la finca en un grandioso océano lleno de criaturas y héroes míticos.


                    De niño jugaba a imaginar que él era un marino polinesio o un guerrero persa que surcaba los

            mares en una barcaza por las bellas aguas de un mar incognito. Un mar virgen y no contaminado como

            estaba ahora.  Sin saber ni cómo ni cuándo una tormenta agitó las aguas y de repente estaba en apuros

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