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más el estanque y Jacinto no sabía qué hacer. Una posibilidad era llevar a la sirena al mar.
CUENTO
Corriendo el riesgo de que Luna no resistiera el viaje la tomó con cuidado y la trasladó hasta el
lado más profundo del río que cada día parecía estar más seco. Antes de introducirla al agua la miró y
sintió su fragilidad de sirena. Su cara pálida de reina egipcia parecía agradecerle. La acarició y la sintió
enigmática. Sintió amor por ella y hasta quiso besarla. Se contuvo. La dejó en el agua del río, pero la
sirena lo sorprendió. En vez reponerse justo como lo hacía el salmón que había estado estudiando en
Alaska, empezó a agonizar. La sirena irremediablemente moría y Jacinto no podía hacer nada. Trato de
animarla, pero ella solo logró abrir los ojos y le dio una última mirada a Jacinto que ahora se decidía
a darle un beso pero en ese momento la sirena empezó a desvanecerse como si sus carnes fueran de
harina. Fue cuando algo mágico se dio.
Jacinto sabía que cuando los peces morían en masas gigantes la inmensa dosis de nutrientes era
suficiente para que el ecosistema se regenerara. Cientos de miles de kilogramos de nitrógeno y fósforo
invadían las cuencas rejuveneciendo el ecosistema. Quizás por eso ahora que Luna había muerto las
riberas del río se llenaban de flores frescas y una corriente de nutrientes esta vez mágicos llegaba hasta
el mar donde los corales se poblaron de su universo multicolor una vez más. La fauna marina de al
menos un par de kilómetros de costa se renovó mágicamente. Tal vez, pensó Jacinto con cierta alegría, su
investigación había por fin dado resultados positivos que permitirían sanar a los grandes océanos, pero
enseguida sintió un hondo dolor cuando pensó en cuántas sirenas había que sacrificar.
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