Page 54 - Memoria2017
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llamar la atención. No maquillarse. No vestirse llamativamente. Volverse una sombra, mimetizarse
     CUENTO  con las paredes. Ser invisible.  Llamar la atención no era una opción. Y eso es un poco difícil cuando


             uno no está acostumbrado.

                    Pero todo en la vida implica sacrificios. Sacrificios por un bien superior.




             Y Ana estaba tan a gusto en su invisibilidad. Era como un manto mágico que la protegía de





             ser importunada en sus pensamientos. Jeans anchos. Sudaderas grises. Sin nombres ni frases, al fin

             y al cabo ropa de Wal Mart, lo único que se podía pagar. Cola de caballo. Zapatillas de correr.  No

             podía exagerar. No podía desbalancear el plan. Cualquier  error podía pasarle factura y hacer que la

             transfirieran.  A pelar papas. O a llenar botellas de Ketchup. O a archivar documentos. Que nadie la

             extrañara, pero que nadie la necesitara. El universo le había hecho un regalo. Y Dios sabe que muy

             pocas veces obtenía lo que quería.


                    Estaba segura que había ido a parar al lugar más aburrido del planeta. El medio de la nada. El

             maizal. Porque el Midwest no era New York, ni San Francisco, ni Los Ángeles, ni nada que mereciera

             ser destruido por extraterrestres en una película de esas en la que los gringos siempre ganan. Era una

             planicie sin esperanza, sin sistema de transporte público y aderezada con vallas de desaparecidos y

             números de teléfono que bien podrían conectar con la dimensión desconocida. Una ciudad sacada de

             la biografía de un asesino en serie.


                    Pero había un par de cosas buenas. Estaban las cuatros estaciones con su variedad, la salsa

             de barbacoa de las hamburguesas de BJ´s que era algo fuera de este mundo y el bar de Stevie Ray.

             Ah, y por supuesto, la sonrisa de Kayleigh.


                    Ana era más bien solitaria, y lo disfrutaba. Pero en cuanto conoció a Kayleigh,  tuvo la certeza

             de que sería una constante en su vida, al menos durante su año y medio de maestría.


                    Sus cabellos eran rojizos como las fogatas de la niñez. Sus ojos acaramelados como los

             atardeceres en trópico. Tenía miles de pecas sobre una piel de alabastro, cara de no haberse bañado,

             sonrisa de quien no tiene preocupaciones y un vaso inmenso de plástico de Pepsi que Ana vería

             llenarse de modo sostenido y desenfadado mientras vivieron juntas en los dormitorios de ese college

             glorificado en donde sus vidas se habían cruzado.
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