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Ana se miró en la sonrisa de Kayleigh, y supo que las cosas no serían tan tristes y patéticas
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             como se las había imaginado al salir de Tocumen.


                    Traía una maleta aún con el tiquete de identificación del aeropuerto, y  no está de más que

             sepan, que llegaba Summersville con el corazón destrozado y con tantas ganas de escapar de las

             calles, de los restaurantes, de las casualidades y de los amigos que les habían sido comunes a ella y a

             quien le había desbaratado las ganas de vivir.


                    Después de desempacar y hablar las cosas básicas, Ana se dio cuenta de que no había

             mucho que tuvieran en común.

                    –¿Quieres ir a dar una vuelta?–, preguntó Kayleigh con su voz de niña.





                    –Seguro-–, aceptó Ana, con un inglés bastante aceptable. Y así empezarían las muchas

             noches de Stevie Ray, con sus toques de bandas en vivo y las decenas de Budweisers que se

             tomarían juntas. Kayleigh era la típica amiga esa que no puede estar sola. Jamás le dio a Ana un

             solo consejo que valiera la pena. No era una académica


             consagrada y no acostumbraba a hablar cosas serias sobre su vida. No era profunda y densa. No sufría

             de la intensidad de quien necesita que le prestaran atención. No era una inmadura ni una desobligada,

             pero disfrutaba muchísimo del presente. Y quizás Ana necesitaba de

             ese tipo de persona a su lado, al menos en ese momento de su vida.





                    Cuando uno decide dejarse llevar por ese tipo de amistad, esa que viene con fecha de
             vencimiento, las cosas son difíciles. Porque ambas personas saben que al final, la otra regresará a


             casa y que las probabilidades de volverse a ver son lo que los gringos llaman “slim to none”. Pero
             ninguna de las dos vivía pensando en eso. Ana estaba a miles de kilómetros de casa, de estándares,


             de metas y un poco más lejos de cualquier tipo de compromiso. Una amiga como Kayleigh era lo
             que necesitaba.



                    En la calle principal que corría paralela al río Missouri (Mainstreet) había unos cuatro

             lugares decentes en donde tomarse unos tragos y hacer amigos fugaces. Había una campana que

             te avisaba que eran las tres de la mañana y que era la última oportunidad de pedir alcohol, al


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