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universidad gringa exigía un depósito directo de diez mil dólares por una maestría y te sacaba la
mugre en una oficina o frente a una olla sin pagarte ningún beneficio. Y te pasarías los siguientes 15 CUENTO
años pagando
125 dólares mensuales por el privilegio de la educación. Con el miedo de que si no pagas, ejecuten
a tu fiador que ya lleva trescientos años de estabilidad laboral. Hay gente que sabe hacer sus vainas
bien hechas. Y sacarle plata a un país tercermundista en el camino. Oro
por espejitos. No era la primera vez que eso pasaba en la historia de la Humanidad.
Es por ello que Ana se consideraba muy afortunada. Tenía un trabajo de muy pero muy bajo
perfil. Ponchaba al entrar, saludaba Dave, el bibliotecario, que era un tipo flaquito
y paliducho, con lentes de pasta negra, como de 40 años cuya primera opción en la vida no habría
sido estar allí. Luego Ana se escondía en una esquina polvorienta de la biblioteca, colocaba 37
cintas magnéticas, lo cual tomaba unos 15 minutos de su tiempo laboral, se refundía en las aguas
de un libro abandonado por tres horas, colocaba 19 cintas más, agarraba su mochila verde, se
despedía de Dave– cuya piel casi transparente y su mirada perdida no contaban una gran historia– y
caminaba hacia su dormitorio, a inventar mil maneras de matar ese año fuera de casa. Entre libros
polvorientos que nadie extrañaría. En rincones escarchados de telas de araña, polillas y olvido. Ana
no se cambiaba por nadie. Paz y leer. Qué importaba si era un trabajo un poquito humillante.
Con todo, aquel era un trabajo invaluable, tenía que seguir su esquema con minucia. La
probabilidad de pelar papas en la cocina, siempre era una amenaza sobre su cabeza.
Si había algo que Ana detestaba con toda su alma, era recibir órdenes. Lava el carro.
Levántate. Anda a la tienda del chino. Haz un trabajo sobre una novela de Hemingway. Cómete los
frijoles. Préstame tu tarea. De sus maestros. De sus amigos. De quien diablos fuera. Y todo era un
poco peor, si las órdenes venían de un hombre. Era algo casi patológico. Al recibir una orden sentía
cómo perdía el control. La ira la invadía. Su cara se tornaba lívida. Le era imposible ocultar el odio
visceral que las instrucciones le causaban. Trabajar encubierta y al margen de un orden superior era
una oportunidad inmejorable.
Estaba dispuesta a defender su posición. El plan era mantener un perfil imperceptible. No
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