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y calladito como era, asentía con la cabeza y con la mano izquierda se tapaba la boca y el mentón.
     CUENTO  El tío le quitó a papá el lápiz que siempre llevaba tras la oreja y desenrolló uno de sus papeles, para


             comenzar a explicarle gráficamente sepa Dios qué cosa.


                    Papá no emitía palabra alguna. Él era así. No puedo recordar que haya hablado por más

             de 10 segundos seguidos. Pero sea lo que fuere, parece que la idea del tío no se le hacía del todo

             descabellada. Desde donde yo estaba  –realmente sin nada que hacer– estudiaba


             sus lenguajes corporales. Pude deducir que el tío tenía una idea y quería que papá se la convirtiera

             en realidad. Al final del día, eso es lo que hacía papá en su taller. Realizar los



             proyectos de la gente. Imaginar soluciones y darles vida con sus tornos, fresadoras y

             soldadura.


                    Se movieron a la “oficina” de papá, así que allí ya no podía observarlos con la misma claridad

             que cuando estaban en el medio del taller. Allí había mejor iluminación y una gran mesa de trabajo

             donde seguir con sus discusiones. Me iba a perder lo mejor de la conversa. Aunque no había podido

             escuchar ni una sílaba de lo que estaban hablando. Pero eso no se iba a quedar así. No tenía nada

             mejor que hacer que resolver tal misterio.


                    Después de como una hora de reunión _lo sé porque el sol se ocultaba y me había tomado

             otras dos Coca Colas mientras los seguía mirando     el tío salió tan sin saludarme como había

             llegado, arrancó su Torino color blanco, negro y óxido y se perdió por las medio pedregosas calles

             de la ciudad. La tardecita color lavanda traía una suave brisa consigo. Papá venía cansado, pero

             sonriente. Tocó mi cabello estirando uno de mis rulos y entró a la casa.


                    Yo no me iba a dar por vencida. Tenía que saber de qué habían hablado. El exceso de azúcar

             de las sodas contribuía a acrecentar mi  curiosidad. Miré hacia un lado y hacia el otro. Agarré mi

             pelota de fut y me puse a patearla dentro del taller. Me habían advertido una y otra vez que no

             lo hiciera, que me iba a saltar una viruta de metal en un ojo, pero no era algo que me interesara

             obedecer. Fuera de que en este caso, no era más que una coartada para ir a espiar la oficina de

             papá.


                    Sabía de sobra dónde encontrar la llave del cuarto de estudios al lado del taller. En ese

             momento me imagino que mamá le estaba sirviendo la comida a papá, quien no preguntaría por mí
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