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que requeríamos en grandes cantidades. Nos íbamos a
CUENTO
pie y volvíamos en taxi. Por razones que nunca comprendí, mamá aprendió a manejar y luego
decidió que no le daba la gana de seguir haciéndolo. Las cosas muy especiales, las comprábamos
en Casa Lucrecia. Y ese era mi trip favorito, en materia de compras.
Mamá me llevaba a donde doña Lucre casi todas las tardes, pues le gustaba comprar todo lo
que llevaban sus recetas el mismo día que las prepararía. No acumulábamos víveres en las despensas
de nuestra casa en la Calle Manuel Quintero Villarreal. La tienda estaba a unas tres cuadras. La tienda
tenía dos enormes puertas de madera con picaportes que las aseguraban metiéndolos en dos huecos
abiertos en el piso de cemento pulido. La fachada estaba pintada de color celeste cielo con pintura
de aceite y tenía un gran letrero vertical
que decía CASA LUCRECIA en letras rojas sobre fondo blanco. Los artículos estaban dispuestos
en una especie de “n” formada por las neveras y los escaparates, y las paredes estaban llenas de
cosas ricas y muchas veces desconocidas para mí. Los clientes nos parábamos entre las dos patitas
de la “n” imaginaria.
Ir de compras a donde Doña Lucre era como entrar a otro planeta. Allí aprendí a comprar
jamón polaco Krakus y aceitunas rellenas de almendras. Ella vendía alimentos súper exclusivos que
no había en cualquier lado. Tarde en la vida vine a saber que a esas cosas se les decía “ultramarinos”
porque venían del otro lado del mar. La viejecita gallega de pésimo carácter, poquísimos cabellos
blancos y pecas en el cráneo andaba siempre en bata y zapatillas de dormir. Era todo un personaje.
Regañaba al hijo, al esposo y a los despachadores. Tenía una especie de reino de terror que hasta los
clientes podíamos sentir.
Jamás olvidaré el día que le gritó a uno de sus ayudantes que dejara de hablar con una
chica, que mejor la llevara a “una casa de manutención”. Era una tesa la abuelita celta. También
recuerdo muy bien el día que Torrijos murió, yo estaba haciendo unos Calquitos de exploradores en
el desierto. Mientras rayaba con un lápiz sobre las figuritas escuché cómo del televisor del cuarto
de mis papás salía el ruido telegráfico de las noticias de última hora y la foto de una máquina de
escribir. Coclesito. Avión. General de División. Accidente.
Cuando papá traía la parte de atrás de “La Prensa” y me la tiraba sobre la cama, juro que yo
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