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CUENTO
                    oraciones católicas, del Catesismo, y rezos medievales en latín basto, aprendidos

                    de viejas rezadoras que las recogieron en los hilos del tiempo, muy eficaces para el

                    buen

                    morir de moribundos tercos.





                          Casi no se casa Benigna por saber tanto. Tenía 28 años la tarde en que un jinete





                    se apeó frente al portal y, antes de preguntar por el hombre de la casa, se quedó
                    con  la  boca  abierta,  viéndola  arrear  polvo  doméstico  con  el  escobillón  de  ramas,

                    cimbrando sus caderas de tinaja sujetas a la cintura estrecha de la que se desprendía,

                    cubriéndola hasta los tobillos, una falda blanca rematada en bordados huecos.




                          Sin habla seguía cuando Benigna lo interrogó, pensando que aquel forastero o

                    era mundo o era tonto, pues no podía concebir que alguien tan grande y fortachón se

                    parase frente a ella con la boca abierta y la mirada ida. Debería esperar once meses,

                    hasta la madrugada de su noche de bodas, para escuchar, de boca del boquiabierto,

                    que en ese instante de pasmo súbito se juraba que la mujer que le daba tales formas

                    al blanco faldón, a la que aún no le veía el rostro, sería suya para siempre o dejaría de

                    llamarse Fausto Velarde.




                          Con  Fausto  vivió  Benigna  34  años,  le  parió  seis  varones  y  una  hembra  y le

                    proporcionó “más de cuatrocientos meses de felicidad”, como dicen que apuntaba

                    ella al recontar su vida. Debió ser verdad, porque en las paredes lucieron siempre

                    unos retratos grandes que se mandaban a hacer los esposos, en los que el tiempo y

                    la humedad  no  lograron  desdibujar  la  sonrisa  de  macho  satisfecho  en  el  rostro

                    de Fausto,  ni  un  subliminal  brillo  en  la  mirada  de  la  mujer  que,  a  su  lado,  iba









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