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envejeciendo sin soltarle jamás la mano en las treinta y tres fotos que recogieron
CUENTO sus hijos al mudar los enseres de la casona de adobes y teja a punto de ser
derrumbada
para dar paso a una casa “decente”, pese a las protestas de Nina, como habían vuelto
a llamarla, porque de nuevo parecía una niña, barnizada por el pincel de la edad.
Nunca se le vio el semblante mustio; algunos decían que era “porque sabía
algo”, otros porque era “una mujer de Dios”; eso sí: la respetaban y casi todos la
querían, más después del breve paso del padre Cundo, un fray con fama de santo que
solo se alimentaba con clara de huevo vertida en cerveza negra con una rodaja de pan
duro, una vez por semana. El padre Cundo daba las misas en latín, a la usanza vieja,
sanaba enfermos y oraba a toda hora. Fue él quien, no más conocer a Benigna, dijo
a los pueblerinos que estaban en buenas manos.
No se le conocían enemistades, a no ser la de tres forasteras que llegaron con el
fin de fundar una iglesia que negaba a los santos y detestaba a los curas, predicando
que la salvación estaba en andar descalzos y con la misma ropa, pasando por la
entrega previa de todo bien material a las tres “siervas”. Cuando la gente buscó
a Benigna un consejo, consultándole sobre las predicantes, la viejita les devolvió la
pregunta con otra: “¿Será bueno lo que huele así?”.
Despechadas, las tres forasteras se dedicaron a ejecutar rituales “de limpieza”,
vociferando anatemas en una lengua desconocida, frente al portal de Benigna,
mientras ella se entretenía llevando las cuentas del rosario. Cuando alguien le
consultó si esos actos la molestaban, con ánimo de pedir protección a la autoridad,
volvió a responder con otra pregunta: “¿Qué cosa?, hábleme fuerte que soy sorda”.
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