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CUENTO                                                      LA BOCA DEL PEZ QUE MUERE















                          Llegó al hospital como pudo, cuando la labor de parto era  ya una anécdota

                    para las enfermeras, que se disputaban los papeles protagónicos del hecho al que

                    ahora llamaban “causa justa”. Después supe que a través del cristal de la incubadora

                    estuvo mirando a su hijo, recorriéndolo con la vista durante largo rato. Yo, en la sala

                    de recobro, luchaba por no abandonarme al cansancio, quería verlo, compartir la

                    experiencia,  tomarle  la  mano  y  cantarle  al  mundo  mi  dicha,  mi  dolorida  dicha.

                    Suponía que a, partir de ahora, todo sería distinto. Eso creía. Eso nos hicieron creer.



                          En cambio, él llegó hasta mi lecho y dejó caer todo el salitre que cabe en dos


                    palabras:


            —¿Es mío?







































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