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CUENTO
Cuando su hijo cayó en el hueco y ella se durmió bajo los efectos de
una sobredosis de analgésicos, la radio quedó prendida sobre la mesa de noche
junto a su
cama, y estaban transmitiendo un programa cuyo nombre no recuerda, por lo que oía
los gritos del niño en su mente como telón de fondo del sonido y las voces de los
personajes del programa de policías contra gánsteres. A veces la voz del niño se
hacía más clara: la llamaba, le gritaba, le pedía que lo fuera a buscar, y ella luchaba por
salir de su inmovilidad, pero cuando lograba abrir los ojos la voz del niño desaparecía
como por encanto, y solo quedaban los balazos, bombazos y estruendos de la radio.
Como a las doce, después de escuchar insistentemente su voz –entre la vigilia y
el sueño– logró incorporarse, tomó su linterna de baterías y el bastón, abrió la puerta
y salió acompañada por el perro. Por alguna razón, las voces que escuchaba en su
mente provenían del patio trasero y allá se dirigió. Cada paso acrecentaba su dolor, y
para colmo el corazón palpitaba veloz, sospechando que los ladrones pudiesen estar
aguardándola entre las sombras.
Pero el temor de encontrar a su hijo herido o muerto hizo que perdiera el
miedo a todo, y así llegó hasta el hueco que tantas veces se propusiera convertir
en un tanque séptico para el nuevo cuarto que deseaba construir y alquilar,
antes de operarse la rodilla y quedar sin plata.
Con horror, pero con decisión, alumbró sobre el profundo hoyo; al principio
solo notó las botellas de cerveza y sodas apiñadas entre la basura, hasta que notó
el
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