Page 31 - MEMORIA 2019
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–Maldito tiempo… –mascullaba, casi al borde del llanto. Pensaba en Rosa. Y la jornada de trabajo no se
CUENTO
acababa…
El niño se fue con la corriente del río y, Rosa, la pobre mujer desmayada a la orilla. Amainó la fuerza del
aguacero; mi padre se tranquilizó con el olor a tierra mojada. Salió del trabajo a las seis de la tarde, ni un
minuto más ni uno menos. Aprovechó la bonanza y se fue corriendo al rancho, sorteando los caminos que
ahora eran quebradas. No encontró a Rosa en el rancho; entonces, se fue al río. Allá estaba acostada en la
hierba, con sangre en las ropas y en el cuerpo, pero no había ninguna criatura.
– ¡¿Qué sucedió Rosa?! ¿Dónde está la criatura? –preguntaba fuera de sí, arrodillado con la mujer en los
brazos, arrancando la hierba con sus manos.
En el momento en que mi padre encontró a Rosa, Mariano, que los contemplaba de lejos, vio cómo
Lucinio y su caballo bajaban arrastrados por la creciente del río. Ya era casi de noche, pero reconoció los
gritos de Lucinio. El caballo logró salir sin su jinete por una orilla y el capataz se fue dando brazadas entre
los troncos. El agua sucia se lo tragó de repente. Mariano no dijo nada a nadie. Le importaban su hermano
y Rosa. Estaba triste, lo demás podía esperar.
Mi padre, con gestos de impotencia, tomó a Rosa y la cargó hasta el rancho. Se dispuso a cuidarla con
esmero. Le acariciaba la cara con sus manos fuertes, olorosas a papas y a tierra. Caminaba el rancho en
silencio, buscando todo lo que Rosa necesitara. Y así se quedó a su lado uno, dos, tres días… Sin tiempo.
En el rancho, no se habló nunca más de ningún niño o niña.
Desde entonces, mi padre fue otro. Su andar se tornó más lento, como si no le importara el tiempo que
tomaban las cosas en ocurrir. Como si la vida fuera una mujer que tejía diariamente el sol. Ese año se
compró un reloj y lo dejó marcando las cuatro para siempre, fue la hora justa en la que parió Rosa. Pasó
toda su vida proponiendo a los patronos ajustar el tiempo de trabajo. Esa fue su lucha. Decía que se nos
iban los años sirviendo a otro y que nunca estábamos para nosotros, ni para los nuestros.
Más abajo en otro caserío, unos hombres tendían sogas de una orilla a otra para cruzar la corriente del río
y entre los ramales que bajaban, uno de ellos notó mi llanto. Se lanzaron al agua. Salvar una vida merecía
el peligroso intento. El más ágil dio algunas brazadas y alcanzó el bulto, que luego se pasaron de mano en
mano hasta la orilla. Todos se miraban confundidos, pero alegres. Llevaba la cara sucia y al parecer tragué
algo de agua, pero aún vivía. Allá me cuidaron como uno más de su grupo.
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