Page 30 - MEMORIA 2019
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Normalmente, su voz era un trueno: poderosa y firme, como los que sacudían el cielo en ese momento.
CUENTO Para Lucinio, que lo miraba sin darle importancia, era apenas un ruego lastimero.
El agua del río empezaba a cambiar de color; por momentos marrón, por momentos rojiza. Se tornaba
espesa y lodosa. Rosa ya estaba con las contracciones del parto; pujaba sin poder controlarlo. Su cuerpo
se retorcía de dolor. Mordía sus ropas entre gritos incontrolables. Quería que su hijo llegara, pero que
también llegara mi padre. Y mi padre no llegaba.
–Señor Lucinio, se lo he dicho siempre: salgamos más temprano que en el rancho me esperan. Por cosas
como éstas, necesitamos el tiempo. La mujer está sola… No quiero que le pase nada. Usted nunca nos
escucha. No quiero que le pase nada a mi Rosa. –repetía los ruegos, una y otra vez. Era una letanía
desesperada la de mi padre. Él hacía de vocero de todos los trabajadores y no era la primera vez que
tocaban ese tema.
–Salgamos un poco antes, a las cuatro. El sábado le reponemos las horas, pero déjenos llegar de día a
nuestras casas, que el aguacero es fuerte… Háblelo con el patrón, a lo mejor él lo entiende. –La respuesta
de Lucinio siempre fue negativa y corta. Como si él fuera el dueño de la finca.
–Está loco… Es la misma cosa… Si sigue molestando lo van a echar de aquí. Ocúpese en el trabajo. ¡Eso
es lo suyo! –respondió cortante, sin ganas de escuchar, y le dio la espalda.
–Préstenos ese tiempo entonces… –dijo mi padre, buscando su atención. Lucinio ni siquiera lo miró.
–Tiempo…, tiempo… Yo lo que quiero es llegar a mi casa. Ver la cara de mi mujer y de mi hijo, aún de
día. ¡Mire que se me está pariendo! –suplicó nuevamente mi padre–. Lucinio no levantó la cabeza.
Rosa ya no podía contener más la criatura en sus entrañas y parió sola. Cortó como pudo el cordón
umbilical. A duras penas, enjuagó al niño. Pero no tuvo más fuerza y el envoltorio de ropas, que había
posado sobre los arbustos, cayó al agua con el niño adentro. Se desvaneció agotada.
– ¡Maldito tiempo! –gritaba mi padre, allá, en la galera de las papas. Algún día, Lucinio, algún día…
Tampoco usted es eterno ni dueño del tiempo.
– ¡Algún día!, ¿qué…? –recriminó Lucinio, con cara de molesto. Mi padre no lo escuchaba, trataba de ver
las nubes entre las rendijas de la bodega. Separaba las papas, las sacudía, y las empacaba con rabia. Miraba
la lluvia entre las aberturas, una y otra vez. Ya no quedaba mucha luz del día.
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