Page 27 - MEMORIA 2019
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apartamento de Luis. La casera intuyó que, la extraña visita de aquellos hombres, no era un buen augurio.
Cuando se asomaron a preguntar por Luis negó totalmente cualquier información, sin abrir demasiado la CUENTO
puerta.
Volvieron al muelle donde empezó todo. El Gordo con su risa nerviosa incomodaba a los transeúntes.
Damián cojeaba como consecuencia de una nueva herida. Su semblante lucía más cadavérico y ya no era
tan ágil como antes. Revisaron cuidadosamente tablón por tablón con disimulo, para ver si encontraban
algún esqueleto, o un cuerpo en descomposición, pero nada, ni una pista. La gente del muelle tampoco les
daba detalles de él.
–Este ya no vive más. El trabajo que nos encargaron ya está hecho, desaparecido lo querían, desaparecido
está. –dijo El Gordo. Miró al otro hombre, sugiriéndole con gestos que se alejaran del muelle. Damián,
quien ahora hacía las veces de jefe, lo aprobó. Se rascó el mentón y comentó: –El Buitre diría que sí…
El día del juicio condenatorio, la sala tenía en su interior una variada gama de asistentes: gente humilde
con sus ropas descoloridas y la piel quemada por el sol. Contaban anécdotas marineras con esa forma de
hablar entrecortada y rápida de los porteños. Junto a ellos, los abogados con trajes elegantes y la palidez
de aquel que vive a la sombra; con sus ademanes sobrios y pausados. Proceso a proceso se desarrollaba el
juicio y los respectivos protocolos; la ciega justicia buscaba la luz.
–‘Me alegra que Luis se haya mudado de Valparaíso. El puerto solo le ofrecía desventura y peligro’. –
Pensaba la mujer que fue su casera, mientras observaba a Luis. La mujer había sido traída como testigo y
también para hacerle compañía al padre de los fallecidos. Los porteños seguían con la mirada al caballero
de corte sencillo y barba recortada que sustentaba su teoría del caso. Era el Luis que pocos conocían, El
abogado de los pescadores, viviendo su otra realidad, entre libros de leyes y pilas de papeles. De pronto,
el juez se dispuso a dictar sentencia:
–¡Culpables! –dijo y golpeó con su mazo, mencionando en voz alta los nombres de cada uno de los
operarios que descuidaron la grúa.
–¡Culpable! –reiteró, y dijo el nombre de la empresa encargada de resarcir los daños. El anciano padre
lloraba de tristeza, cubriéndose el rostro. La pena era mayor que la emoción que daba el resultado de la
sentencia.
–¡Culpable! –Finalmente, mencionó el nombre de la compañía aseguradora con firmeza. El presidente de
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