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ropa, cara y cabello. Luego comienzan la faena y el intercambio de saludos diarios e historias sin
     CUENTO  importancia.  La oficina es una mezcla de perfumes.  De Chanel No. 19, pasando por Amarige y


            terminando hasta en Pachulí. En el aire se escucha ese zumbido sin sonido de los monitores. Las

            secretarias se ven un poco azules, como el reflejo de las pantallas de las computadoras.

                   Esta ciudad cree que le ha ganado al mar. Los edificios van dando forma a la silueta del área

            bancaria. Los muchachos que venden periódicos bajo los semáforos buscan refugio con caras de

            tristeza y frustración. Los vendedores de desayunos pedalean con todas sus fuerzas en las bicicletas

            para proteger su carga de empanadas y hojaldras envueltas en bolsas de papel manila con manchas

            circulares de grasa. No hay muchas ventas cuando llueve y cuando hace sol tampoco se gana bien.

                   Alegres estudiantes corren por las calles con las camisas blancas y celestes pegadas a sus

            pieles, tratando de competir por agarrar un puesto en el Metrobus de la ruta Calle 50. Parece que será

            otro día sin ir a clases.  Para variar.

                   El día de trabajo va sucediendo automáticamente. Reuniones que pudieron haber sido un

            correo electrónico, usuarios que no aprenden a cerrar las ventanas de la computadora y se quejan

            de la velocidad del internet. Bochinches de oficina. Conferencias por Skype que se caen, facturas

            que no facturan. El Dr. Fulano bloqueó su celular porque se le olvido la contraseña. Almuerzo en el

            puesto de trabajo. Algún gracioso trajo pescado y lo calentó en el microondas de la oficina. Todo huele

            mariscoso. O a pollo con brócoli. O a lo que sea.

            A las cinco de la tarde en punto, Adela acerca su tarjeta al reloj. No puede evitar sentir un poco de

            vergüenza por el apuro, pero tienes que salir volando del trabajo. No hay huevos, ni jugo, ni pan, ni

            leche —ese pensamiento le ha estado rondando por la cabeza todo el día como un mantra. Pero el jefe

            te llama al celular justo cuando está a punto de entrar al elevador.  Hay un fuego que apagar. Y cuando

            te das cuenta que no va a llegar a tiempo a la guardería en donde dejas a Rosita, llama a alguno de sus

            hermanos para que le haga el favor de buscarla y quedársela hasta que ella pueda llegar. Pero no lo

            puede hacer todos los días, porque ellos también tienen sus vidas. Sus problemas. Sus luchas. Y cuando

            compara sus problemas con los de ellos, sin dudarlo se queda con los suyos.

                   Y uno espera que el día siguiente sea diferente. Pero nada cambia. Es la más leal del equipo. Ya

            son diez años de trabajar en la firma de abogados más grande del país. Tan es así que allí donde haya

            un consulado panameño, allí tienen ellos una sucursal. Son los misterios del poder. Pero nada de eso es

            problema de Adela. Su problema es ser una profesional en lo que hace y estar obsesionada con hacer


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