Page 43 - Memoria2018
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Ella pensó en entregárselo en persona y aprovechar la cercanía para apretarle el pescuezo como hacía con las
gallinas que su abuela Goya le mandaba a matar. Desistió. No valía la pena.
—Se lo estoy enviando por correo— respondió, a sabiendas de que su cuenta de correo ya estaría bloqueada CUENTO
por los mandaderos del departamento de Sistemas.
—Hasta mañana— le dijo el guardia de seguridad, quien detrás de los lentes rebuscaba la vida de todos.
—Hasta mañana— respondió Gregoria y tomó el camino más largo para llegar a la parada de los autobuses.
Subiendo la cuesta, le entraron ganas de tirarle las bolsas al primero que encontrara a su paso.
—Calma Gregoria, que no se te suba el Acevedo a la cabeza—, se repetía.
En la caseta, los pasajeros no cabían en la pequeña estructura. Ella se colocó detrás de todos, cerca del
estacionamiento de una tienda que tiene dos tigres guardianes de cemento en la entrada. Desde ese punto
nadie la miraba y ella miraba las espaldas de todos. Esperó cerca de media hora para que bajará aquella
marea de trabajadores. En un Mañanitas -Vía España consiguió un asiento de la última fila. Por más lleno
que fuera un autobús nadie se sentaba allí porque el motor queda abajo y se calientan como un horno.
Al cabo de hora y media, en el supermercado cerca de su casa, compró un pollo asado del tamaño de una
codorniz y un envase de ensalada de papa fría. Preparó el arroz blanco y en veinte minutos la cena estuvo
lista. La hija y la suegra no estaban. Se cambió de ropa, conectó el cordón eléctrico del arbolito de plástico
que aromatizaba con aerosol y se sentó a la mesa. Del árbol frondoso de pensamientos positivos de la
mañana ya no quedaban hojas y su rostro empezaba a agrietarse de la desazón.
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