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El espacio destinado para la capacitación era una galera donde se disparaban con balas de mentira. Primero

            vamos a ver el pulso de cada una, indicó el instructor. Nadie lograba pegarle al objetivo. Imagínense que

            tienen enfrente al peor enemigo, a la persona que les ha hecho más daño en su vida, les aconsejó el instructor.   CUENTO

            El tablerito con los círculos, en la mente de Gregoria, se transformó en la pecera con la jefa pidiéndole

            cuentas hasta el último momento. Aunque cerró los ojos cuando sus dedos apretaron la pistola de mentira, el
            tiro fue directo al blanco. Hubo una ovación de las demás aspirantes a guardias de seguridad.

            A Gregoria la destinaron a un restaurante de pollo frito que abre las 24 horas. En las mañanas salía con el

            uniforme en una bolsa porque le daba pena que la vieran vestida así. Se vestía en el baño. Se paraba a un

            lado de la puerta a mirar a todos lados. Más que por cuidar, le pagaban por mirar. Al final de la jornada,

            un supervisor le llevaba la lista para que la firmara y le pedía el arma. Allí trabajó dos meses y luego la

            trasladaron a una sucursal de banco. Por la misma paga tenía que meterse en la boca del lobo. Cuidar un

            local donde hasta un niño sabe que manejar plata tiene sus riesgos. Se sentía incómoda, desesperada aunque
            estuviera acompañada de otro guardia de seguridad y dos agentes de los verdes.

            Ella pasaba el detector de metales a los clientes y el otro le abría la segunda puerta del banco. Estos

            protocolos se memorizan las vocales o las consonantes. Todo marchaba de maravilla hasta el día que vio a la

            señora de la pecera. Desde donde estaba como una estatua vio a la dama que conversaba con los dos agentes

            de verde afuera del banco. Cuando la señora se aproximó a ella para que le pasara el detector de metales,

            recordó el despido. Gregoria tenía el detector de metales en una mano y con la otra tocaba la cacha de la

            pistola.

            La señora de la pecera vio el movimiento de las manos de su ex empleada y salió como una gallina culeca.

            —Auxilio, auxilio, auxilio— gritaba colgada del cuello de uno de los policías de verde. Todo el mundo se
            alteró, el alboroto había llegado hasta el vendedor





























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