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ARTISTA
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                   Siempre agradeceré a mis progenitores el sacrificio de educarme. Crecí en medio del taller familiar:

            mi padre, tapicero de profesión; mi madre, tejedora de abrigos. Quién iba a pensar que no me dedicaría

            a los mismos afanes. A los siete años, habiendo observado mi afición por la lectura, me enviaron a la

            escuela: un galerón caliente en verano, helado en invierno pese a la chimenea central, donde la única

            maestra lidiaba con una veintena de chicos distraídos y famélicos. Desde temprana edad aprendí cómo

            retribuir el sacrificio de mis padres: siempre aplicada pese a las faenas del hogar, en adelante ocuparía

            siempre el puesto de honor. Me encantaba dibujar y leer para mis hermanos, haciendo juegos de voces.

            Durante el recreo, prefería quedarme en el rincón que la maestra llamaba biblioteca: un par de anaqueles

            con libros raídos, algunos sin tapa, con ilustraciones. Leía las fábulas de Krilov mientras intentaba copiar

            las ilustraciones en mi cuaderno; después me dispuse a leer La hija del capitán, de Pushkin; por las

            noches, me veía convertida en aquella criatura valiente y decidida. A los trece años, con la ayuda de

            una beca, pude estudiar en el instituto de Riga, pero terminaría mi formación en San Petersburgo. Fue

            allí donde, luego de asistir a una representación de La gaviota, de Chejov, que empezó mi idilio con el

            teatro; no tardé en matricularme en el Instituto de Ciencias Teatrales, donde conocí a un mozo de origen

            judío excepcionalmente bien parecido, que se convertiría en mi pareja y de quien conservaría, pese a

            nuestra separación, el apellido. Durante nuestros tiempos como estudiantes, no convertimos en activistas

            del movimiento bolchevique; nos tocaría ser testigos de primera mano de la revolución octubrina que

            cambiaría para siempre la faz del mundo.


                   Tenía  veinticinco  años  cuando  interpreté,  bajo  la  dirección  de  Meyerhold,  genio  renovador

            y discípulo rebelde de Stanislavski, la cumbre de los papeles femeninos, La dama de las camelias, en

            versión sui generis. La recreación del clásico produciría reacciones diversas: los críticos de vanguardia

            la pusieron por las nubes, mientras los conservadores, al observar cómo Margarita Gautier fumaba como

            chimenea y manchaba de rojo toallitas desechables de una conocida marca comercial, nos acusaron de

            haber pisoteado y escupido el texto. El barullo provocado por la polémica propuesta nos abrió las puertas

            en el extranjero; la compañía se marchó de gira a Berlín, ciudad disipada, pero meca de la vanguardia: allí

            conocimos a grandes cineastas como Reich, Lang, Reinhardt y genios de la dramaturgia como Bertoldt

            Brecht. Regresamos a la madre Rusia, ebrios tanto de aplausos como de críticas adversas; en el ínterin

            habíamos decidido crear un teatro infantil proletario, iniciativa que complació a Mayakovski, uno de los



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