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Odio el ballet, los zapatos de taco alto y el corsé. Siempre he colisionado con los coreógrafos porque
     CUENTO  considero que todo se trata de un asunto de dominación; cuando enfrenté al engreído Petipa, a quien la


            Pavlova debía gran parte de su éxito, cuando observé a la Duse despachar con cajas destempladas a Gordon

            Craig, me convencí: en el fondo no se trata de arte ni de talento, sino de la simple y grosera ansia de poder,

            del instinto aún no sofocado por la civilización de dominio territorial, de afán de posesión. El macho

            que doblega y somete a la hembra. ¿Llamar macho a un exquisito coreógrafo? cuestionaron sonrientes

            mis amigas. Pues sí, no tiene nada que ver con quiénes la persona se acueste. En Londres, en Berlín, en

            París, tengo amigas sufragistas, seguidoras de aquella que se inmoló en una carrera de caballos. Aquí en

            Niza, para divertirse, algunas juegan a vestir ropas de varón, a fumar habanos en público. Hace poco, una

            periodista española tuvo la paciencia de leerme, haciendo traducción instantánea, algunos fragmentos

            de los escritos de una monja mexicana del siglo diecisiete. Como dicen los franceses, experimenté un

            auténtico coup de foudre, es decir, un flechazo. Qué lástima no poder leer el castellano; costaba trabajo

            aceptar que una monja de esa época pudiese escribir tan acertadamente sobre el amor, sobre el libre

            albedrío, incluso sobre la envidia que siempre provoca el talento. Sentí dentro de mi pecho el abrazo de

            una hermana. Para colmo de mi fascinación, la amiga de marras me mostró una reproducción en la que

            aparecía, enfundada en su hábito, una mujer joven y hermosa, de mirada aguda y desafiante. Después

            quise saber hasta el mínimo detalle de su existencia. Consideré la vida de aquella monja que luchó hasta

            el final para no someterse, un testamento dirigido a las mujeres del porvenir. ¡Cómo era posible que en

            todas partes del mundo no se hubiera levantado un monumento en honor de una mujer tan extraordinaria!

            ¡Cómo me hubiera gustado conocer a esa hermana! Quién sabe, quizá nos encontremos después de esta

            vida, en algún lugar de la creación donde no exista el tiempo ni el espacio.


                   En la tarde entregaré estas páginas a la escritora que revisa mi autobiografía. De seguro objetará el

            empleo de los signos de admiración que según ella equivalen a un auto aplauso. Siempre me silencia con

            un: zapatero a tus zapatos. Mejor las entrego mañana, acabo de recordar que quedé con mis amigas en el

            cafetín del puerto; un pretexto para encontrarme con ese guapo italiano que prometió darme un paseo en

            su bugatti último modelo. Mientras transitamos a imprudente velocidad por las avenidas, me deleitan las

            ráfagas que abanican mi rostro: me siento ligera, evanescente, próxima a la gloria.


                                                             MONJA


                   Las instalaciones del hospital están repletas: nos hemos visto obligados, en el caso de parientes


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