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CUENTO
















                                                           BAILARINA


                   Mis enemigos dicen que a los cincuenta años estoy acabada. Se ceban con los rollos que desbordan

            mi antiguo talle de sílfide; me acusan de inmoral y decadente, llevando la cuenta de mis amores; se burlan

            de mis vestidos, según las elegantes, hechos con telas de cortinas. Qué más da, siempre habrá admiradores

            y detractores. En mi juventud, criticaban mi improvisación, mi supuesta falta de técnica, ignorando que

            empecé a bailar desde el vientre de mi madre; suena arrogante, pero nunca tuvieron que enseñarme a

            danzar. Jamás he sido esclava de la técnica; lo único que necesito antes de cada función es liberar de mis

            entrañas una especie de motor; después, dejarme llevar. Dejar libre a un genio encerrado en una botella.


                   Desde hace algunos meses, acosada por mis acreedores, escribo mi autobiografía. Debo apresurarme:

            a los quince años, una gitana rusa leyó la palma de mi mano, afirmando que en mí habitaba un espíritu de

            otra época; que mi vida sería intensa, pero corta; conocería el éxito, pero también la desgracia. Es cierto

            que mi existencia siempre ha estado marcada por signos y presagios. El hecho de haber nacido frente al

            mar sellaría mi destino: a los diez años organicé mi primera compañía de danza, enseñando a otras niñas

            a moverse como las olas del mar, a balancear los brazos como ondulantes palmeras. Éramos muy pobres,

            pero en la casa reinaba el sonido de la música; nuestra madre se ganaba la vida impartiendo clases de

            piano a señoritas pudientes. De adolescente, nos mudamos primero a Chicago, donde tuve mis primeras

            presentaciones  como  bailarina;  luego  marchamos  a  Nueva York  y  por  último,  de  la  mano  del  nuevo

            padrastro, un inglés muy estirado y flemático, nos instalamos en Londres. Visitar el Museo Británico

            cambió mi vida: en mi mente se grabaron con tinta indeleble las posturas, los ademanes, los rituales de

            las sacerdotisas, bacantes y cariátides de la antigua Grecia. Hice realidad mi sueño dorado de pisar el

            suelo helénico a los veinte años. A partir de entonces, al igual que mi hermano, solamente usé prendas de

            inspiración clásica.




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