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cercanos, a disponer dos dolientes en cada cama. Al anochecer, en el patio se encienden hogueras para

            destruir ropas y sábanas infestadas. El agua hirviente, en enormes palanganas, apenas alcanza para drenar    CUENTO

            la inmundicia que anega los pasillos. Los cadáveres, aspergeados con agua bendita, sin pérdida de tiempo

            se disponen en carretones rumbo a las fosas comunes en un camposanto donde se agotan los espacios

            para nuevas sepulturas. La peste se ha cebado con los más vulnerables: niños, ancianos, indigentes; no

            conforme, algunas hermanas de la congregación han dejado atrás los sufrimientos de este mundo. Con sus

            días grises y cielo plomizo, el invierno empieza a desplegar su manto, a guisa de mortaja.


                   En  la  madrugada  abandoné  el  camastro,  sedienta  y  sudorosa.  Los  escalofríos,  la  fiebre,  las

            náuseas y la desazón del vientre no dejan lugar a dudas. A los pocos días, alguna hermana compasiva

            aplica en mi frente un paño húmedo; me apoyo en su brazo para dirigirme tambaleante a las letrinas. Ya

            postrada, perdidas las esperanzas, mientras intento responder al rezo del rosario, los recuerdos de estos

            cuarenta y tantos años se arremolinan y atropellan. La infancia como hija natural, el afán de aprendizaje,

            las frivolidades de la corte, el rechazo a los pretendientes y el ingreso al convento, las noches en vela

            para escribir mis papelillos, la amistad con los marqueses de La Laguna, el intercambio epistolar con su

            eminencia el obispo. Pronto sería emplazada a abandonar el recinto donde reposa en tan flaco espacio,

            abundosa sabiduría: autos sacramentales y comedias de Calderón, tratados de filosofía, teología y retórica,

            disputando espacio al rimero de folios, el cálamo siempre presto junto al sextante, el astrolabio y hasta

            el telescopio, tolerados por la madre superiora por ser regalo de los marqueses. Con la pupila clavada en

            tan maravilloso artilugio podía pasarme las noches en vela oteando a través del enrejado los confines de

            la bóveda celestial; según la ordenanza de su eminencia sor Filotea, en adelante me sería vedado escribir

            sobre asuntos profanos, alegar sobre la injusticia, observar cuerpos celestes, identificar constelaciones.

            Solo mis votos me obligaron a doblegarme. Pero no se me impide soñar: algún día la mujer alcanzará las

            estrellas.














                                                            GAVIOTA


                   Según la prensa, cuando el camarada Yuri salió de la cápsula se veía pálido, con barba de varios


                                                                                                                    67
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