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ungidos del nuevo sistema. En Moscú tuvimos uno de esos encuentros que cambian vidas: una tarde nos
     CUENTO  invitaron a la presentación de una bailarina norteamericana que causaba revuelo por lo revolucionario y


            provocativo de sus danzas. La verdad sea dicha, el primero de sus bailes no me impresionó en demasía;

            pero en cierto momento, al interpretar nada menos que La Heroica, la danzante se echó el auditorio al

            bolsillo. Más tarde, en los camerinos, conversamos con la bailarina un poco en inglés, un poco en francés:

            Isadora era una mujer estatuaria, de ojos verdes y cabello rojo que al danzar se encendía como una llama.

            A ella le encantó nuestro proyecto de crear una escuela de teatro para hijos de obreros, porque había

            sido invitada por los bolcheviques precisamente para formar una escuela de danza moderna en Moscú.

            Con el correr del tiempo, las promesas oficiales jamás se cumplieron: el partido quiso beneficiarse de la

            fama internacional de la bailarina para fines de propaganda. En nuestro caso, aquel sería el inicio de una

            entrañable amistad que troncharía su muerte en un trágico accidente de auto en Niza.


                   Mientras se consolidaba la revolución, los ideales de nuestra juventud se fueron desvaneciendo.

            Las pugnas intestinas, el ascenso al poder de Stalin, la presión ejercida, como una camisa de fuerza, sobre

            los artistas para que produjeran un arte comprometido, indujo a muchos artífices de las letras, la plástica

            y la música a partir al exilio. Mi  relación amorosa también se fragmentaba; durante años, Julius había

            luchado contra el alcohol y el consumo de drogas. Meses agonizantes en sanatorios para adicciones,

            curas termales en Odessa, crisis de celos; nuestro matrimonio no tardó en irse a pique. Corrían tiempos

            difíciles: unas semanas después fui requerida a brindar declaración ante la KGB, acusada de actividades

            contrarrevolucionarias. Aparecí  en  primera  plana  de  los  periódicos  vinculada  con  el  reparto  de  unos

            panfletos subversivos en la universidad. Durante la gran purga, miles de personas serían  detenidas de forma

            arbitraria, acusadas de conspirar contra el régimen stalinista. Entre lágrimas me enteraría que Meyerhold,

            el primero de mis grandes maestros, había sido ejecutado. Mi escuela fue clausurada, convertida en filial

            de inteligencia. Como colofón de un juicio sumario fui condenada a los campos de trabajo correccional,

            eufemismo oficial para los trabajos forzados en Siberia. Con el estallido de la segunda guerra mundial, de

            manera perversa se liberaron miles de prisioneros para ser reclutados en las filas como carne de cañón;

            los enviaban a las líneas de frente en las batallas más peligrosas: infame fórmula para defender al país y

            librarse de los indeseables de un solo plumazo. Permanecí en el gulag hasta el final de la guerra. Pero no

            serían años perdidos: mis memorias, publicadas en el extranjero, se convirtieron en un bestseller mundial.

            Me convertí en la voz de los que no tenían voz.




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