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días y paso inseguro, mientras que esta campesina emergió sonriente, como si solo hubiese dado una
CUENTO vuelta por los alrededores. Durante mi entrenamiento, nunca quise confesar que padecía de vértigo, quizá
causado por una infección en el oído izquierdo sufrida en la infancia. Siempre bromeo que sería la menos
mala de las aspirantes y el comité de selección no tuvo más remedio. En realidad eran cuatrocientas las
candidatas y, como en un concurso de belleza, cinco las finalistas. Después me enteré que mi experiencia
como paracaidista definió la elección.
Nunca se sabe adónde van a parar los recovecos de la vida. De mí se hubiera esperado el más
ordinario de los destinos: nací en un pueblito perdido de la estepa, en el corazón de la gran madre, como
los mujiks llamamos a la tierra rusa; mi padre, conducía un tractor en los campos de trigo y cebada; mi
madre, obrera de una planta textil. Éramos numerosos los hermanos; quizá por eso nunca pude terminar
los estudios. La única nota particular para una chica de mi edad, con fama de ruda, sería mi atracción
por el paracaidismo; pese a la oposición de mis padres, muy joven me uní a un club de aficionados en
una comunidad vecina. Di mi primer salto, muerta de miedo, a los veintidós años sin dislocarme ningún
tobillo ni fracturarme una pierna, lesiones demasiado frecuentes entre los practicantes. Tres años después
empezaría el proceso de selección de la primera cosmonauta; cumplía con los tres requisitos básicos: menos
de treinta años, menos de setenta kilos y menos de un metro setenta. Una vez favorecida, el entrenamiento
recrudeció: pilotaje de aviones, prolongados períodos de aislamiento, cámaras de ingravidez y, lo peor de
todo, sesiones en el centrifugador: al salir de la cámara, todo girando a tu alrededor, con ganas de vomitar,
me sentía como una burbuja a punto de reventar.
Por fin llegó el gran día. Haciendo de tripas corazón, muy sonreída saludé a los periodistas; me
enfundaron en el pesado traje, me desearon buena suerte y cerraron la cabina del Vostok 6. En último
momento estuve a punto de gritar sáquenme de aquí (algo parecido me pasó en la iglesia antes de dar
el sí). Mi clave para contactar la base me parecía enternecedora: chaica, es decir, gaviota. Como todo el
mundo sabe, permanecí setenta y dos horas en el espacio, dando cuarenta y ocho órbitas al planeta. Sé
que decepciono a la gente cuando me formulan la pregunta de siempre: esperan una respuesta poética,
trascendente, como la declaración que hizo--bueno, que se aprendió de memoria—el primer astronauta
que pisó la Luna. No lo duden, tomar desde allá arriba fotografías de la madre Tierra me hizo olvidar la
soledad, los mareos y el cuello entumido por el peso del condenado casco.
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