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CUENTO
LADRONA
Cuando la parte acusadora me preguntó si asistía a consulta siquiátrica respondí no, ¿y usted?
Qué vergüenza, fui arrestada en una tienda de Beverly Hills por shoplifting: un broche insignificante, una
bagatela, apareció dentro de mi bolso de mano. No me explico cómo llegó a parar allí. Primero estudiante
de ingeniería, después escandalosa actriz, inventora ignorada y ahora cleptómana: supongo que mi vida
no ha sido demasiado rutinaria. Única hija de padres judíos conversos radicados en la capital vienesa,
desde niña recibí el epíteto de superdotada; a los dieciséis inicié estudios de ingeniería que objetaban
los familiares, una chica tan hermosa metida en una carrera masculina. A los diecinueve, después de una
representación del teatro berlinés, me convertí en discípula de Max Reinhardt, con quien hice papeles
secundarios en algunas películas. Quizá con razón, mis padres se escandalizaron: no solo fui la primera
actriz en aparecer desnuda en una cinta comercial, también la primera en simular un orgasmo. Para
hacerme retornar al redil, mis progenitores orquestaron un matrimonio de conveniencia con un magnate
de la industria armamentista, fascista hasta la médula, amigo de Hitler y Mussolini. El municionero,
como secretamente lo llamaba, resultó en extremo celoso. Se empeñó en adquirir todas las copias de la
película y me mantenía prisionera en la opulenta mansión. Durante este tiempo, aproveché para seguir
estudiando ingeniería por mi propia cuenta. Mi asistenta, una guapa berlinesa, no tardó en auxiliarme;
la razón, se había prendado de mí. Juntas urdimos el plan para burlar a los guardaespaldas, escapando
por la ventana del toilet de un restorán; afuera esperaba un automóvil que me condujo hasta la estación;
de allí viajé en tren hasta París. Conocí a otro magnate, ahora de la industria cinematográfica, con quien
atravesé el Atlántico en buque; al cruzar la estatua de la libertad había firmado un contrato por siete años
y cambiado mi nombre. Para complacer a los productores que me anunciaban como la mujer más bella del
mundo, tuve que aumentar mis senos con silicona. En eso estalló la guerra inevitable; como judía, quise
ofrecer información al gobierno; mi ex marido jamás hubiera imaginado que su linda mujercita, mientras
servía el té a figuras del alto mando, entendía sobre aviones de guerra y tecnología militar nazi. Mientras
filmaba películas tontas, consciente de que en Hollywood jamás me tomarían en serio, me enamoré de un
científico egresado de Berkeley con quien trabajé en el diseño de artilugios aplicables en el campo bélico.
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