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CUENTO                                          La bibliotecaria





            “Fue Aristarco de Samotracia, famoso erudito y gramático, jefe de los bibliotecarios de Alejandría, quien editó
            la obras de Homero y otros muchos clásicos griegos, y fue el primero que coordinó y distribuyó la Iliada y la
            Odisea en 24 libros.  Pero la memoria de la Biblioteca de Alejandría ha sido custodiada por un cientos de poetas
            y filósofos en sus mejores años. Ellos se ocupaban de su mantenimiento con una dedicación total y murieron por
            ella”.





                   Una vez más soñé que mis manos acariciaban, como quien acaricia en los campos las espigas del

            trigo, los rollos de papiros de los interminables anaqueles. Los toco con el amor de una madre y con un

            miedo de que no los podamos salvar de la furia de la decadencia. He soñado que camino por esos pasillos

            infinitos por mucho tiempo. En mi sueño soy muchas personas y una sola. Una de esas personas en mi

            sueño también sueña a su vez con un anciano que le pide ir hasta Egipto macedónico y construir allí una

            ciudad. Allí se erigió una biblioteca con más de 900 mil manuscritos que de pronto miro arder en llamas

            y trato con impotencia de salvar. Entonces me despierto con este calor de estos días y el sudor corre por

            mi frente.


                   Ayer le pedí a la custodia que me hiciera el favor de decirle a la directora que necesito un abanico

            en la biblioteca. Aquí, en la cárcel, es un problema entrar cualquier cosa necesaria con permiso, pero si

            fuera algo ilícito lo consigues enseguida. Cuando caí presa me puse en la tarea de aprender algo para no

            morirme, porque aquí las mujeres nos morimos por dentro. Aquí hay cursos de todo. Pero no me gustaba

            nada de lo que ofrecían. Cuando me enteré de que había una biblioteca, si es que en ese entonces se le

            podía llamar así, pedí trabajar allí. También allí hacían algunos cursos de actividades que no tenían nada

            que ver con una biblioteca y otras cosas, como un salón de belleza. Me dijeron que no podía, que yo no

            tenía nada que hacer allí. Pero insistí porque me gusta leer. Me decían que una presa no tenía nada que

            hacer en una biblioteca. Luego vino el profesor con el taller de poesía y logré inscribirme. El taller se

            realizó en la biblioteca.


                   Montones de libros precariamente apilados flaqueaban el corredor que lleva a una pequeña sala.

            Viejos anaqueles con libros empolvados parecían pedir clemencia. El profesor se lamentó de que tanto

            conocimiento se estuviera perdiendo. Nadie cuidaba los libros y fue entonces cuando pensé en yo podía

            ser la bibliotecaria de este lugar. Me costó convencer a la directora del penal porque para las autoridades

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