Page 37 - Memoria Premios IPEL 2021
P. 37
dignidad, sin libertad, sin Dios… Sufrí en mi carne y en mis huesos, la avaricia de
los hombres. Arriba, en la cubierta del barco, el sol abrazaba sin piedad los cuerpos
desnudos y encadenados, les cosía la carne hasta levantarla en costras
sangrientas. Abajo, en las bodegas, la humedad, se metía en las heridas, hacía
podrir la carne y entre las cadenas brotaba una sanguaza hedionda. Los gritos de
rabia, de dolor y los llantos cargados de angustia, se escuchaban día y noche; pero,
con el pasar del tiempo, el hambre y la sed, los fueron apagando, hasta que solo fue
un murmullo quedito que se escuchaba, si acaso, dentro de nosotros. No, no solo
tú has sufrido, también yo viví el calvario, también yo…
Yo escuchaba su voz y su historia se iba apoderando de mí, de mis recuerdos.
Sentí una gran necesidad de contar también mi historia, pero seguía inmóvil, como
sujetado por manos invisibles.
- Al principio, la rabia y la impotencia nublaron mi juicio. Sentirme preso, ver a mis
hermanos sometidos en la inmundicia, escuchar sus quejidos, verlos morir de sed y
de hambre y con su carne sancochada por el sol. Cuando la rabia se fue aplacando,
se fue aclarando mi mente. El pensar en que seríamos vendidos como bestias,
amartillaba cada noche mi conciencia. Resolví en mi alma que jamás sería esclavo,
prefería la muerte, perderme en la inmensidad del mar, si la muerte fuera el único
camino a la libertad.
Puedo oír aún, los estertores agónicos de mis hermanos. Sentir sus vidas escaparse
con un quejido y ver sus cuerpos arrojados al mar, como si nada fueran.
Los hombres blancos no conocían la piedad, en su corazón solo gobernaba la
avaricia y pronto, vieron en cada hermano muerto, la pérdida de sus ganancias.
Entonces, se ocuparon de nosotros, nos dieron de beber y de comer en mayor
cantidad, revisaron nuestros dientes, palparon nuestros cuerpos, aflojaron las
cadenas y curaron las heridas. No habían suavizado sus almas, la compasión no
movía sus actos, fue la avaricia; no había piedad en este trato, es este el mismo
trato que damos a las bestias, cuando las queremos mercadear. Entonces pude
entender, que nos acercábamos al final de aquel peregrinaje triste sobre el inmenso
mar.
Ya la voz no era como el murmullo de un arroyo que se desliza por la montaña;
ahora, era como un torrente precipitado con furia. Las palabras se amontonaban, se
estrujaban y salían en estampida. Afuera, el mar azotaba sin piedad al barco, las olas lo
sacudían a su antojo y la tormenta mugía con furia. Las cadenas se encallan hasta el fondo
33