Page 56 - Memoria Premios IPEL 2021
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Una bandada de pericos


                         Demetrio González llegó a las costas del Darién despreciando la vida citadina. Adiós
                  ciudades, pensaba. Creyó que podía escribir mejor lejos del frío cemento. Como provenía
                  de una familia pudiente, en cuyo seno nunca le faltó nada, no calculó cómo sobreviviría.

                  Solo había partido hacia el sur creyendo que cruzaría, tarde o temprano, la frontera. Pero
                  se quedó en el camino. La madre naturaleza le proveyó lo que necesitaba y más, así que

                  se dejó seducir por ella.

                         Pasados algunos meses, se sintió irresistiblemente enamorado de una afroantillana,

                  una negrita. Cuando uno se enfrenta a la atracción entre cuerpos, no hay diferencia racial
                  que valga. Lucy Cummins era su nombre, pero todos la llamaban Lucí. Tenía los ojos del
                  color de las almendras, la piel reluciente y oscura como la capa de una paleta skimo pie, y

                  sabía moverse como una pantera majestuosa. Él le plantó ojos en cuanto la vio en la fonda
                  de mama Rosí. La abordó con una estrategia firme en su mente. Le dijo que haría todo por
                  ella, que se cortaría las venas para darle de beber, si era necesario. No sabía si, llegado el

                  momento, podría cumplir con su desaforado juramento, pero no prometió en vano: tenía
                  toda la intención de dedicarle su vida. Para su buena suerte, no hubo necesidad de llegar

                  a más. A Lucí le bastó con su palabra. Y se hicieron pareja. El escribiente no sabía lo que
                  le esperaba.
                         Amparado por la tranquilidad del cobijo femenino, lo invadió el orgullo intelectual.

                  Creyó comprender la magia de los darienitas. Desgranó sus reflexiones en reglas. Regla
                  número uno: las mujeres del Darién no necesitan a un hombre para vivir, pero necesitan

                  vivir  con un hombre. No requieren, pues, que el hombre las mantenga materialmente. Como
                  la autoritaria Madre naturaleza, lo cuidan y poseen. Él no tenía problemas con eso.
                          Lucí le abrió las puertas de su casa de madera y zinc, sin restricciones. Y, lo más
                  valioso, entregó su corazón. Le dio su cuerpo sin tardar mucho. Nunca, en fin, le negó su

                  cariño. Además, garantizó dos golpes de comida diarios: ñames, otoes y, a veces, gallina.
                         A cambio, pedía muy poco, solo que Demetrio la escuchara. Pero esto era más difícil

                  de lo que podría parecer: Lucí hablaba, como se dice comúnmente, hasta por los codos.
                  Oír su parloteo y no desesperarse era reto para los más fuertes.
                         Al principio, Demetrio lo soportó. Supo demostrar el interés del hombre curioso que

                  era.




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