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— Como se lo digas a tu abuela mañana te repito la dosis—la amenazaba la maestra, y ella que no entendía

            qué significaba la palabra dosis se quedaba callada porque cualquier cosa con esa maestra se pagaba con

            sangre.                                                                                                      CUENTO

            Las nubes, que en su mente siguen siendo rojas, son frescas, como el aire de la nevera. La palabra nevera

            le recuerda que no ha pagado la luz; que ella es la única del barrio que no está pegada a la telaraña para no
            pagar la luz. Por ese sentido de responsabilidad, los vecinos también la miran mal. Pensando en vecinos,

            nunca más ha sabido de la vecina que la llevó a la agencia de seguridad. Estará viva o algún maleante le

            habrá disparado solo para quitarle el arma. Si está muerta de seguro se encuentran en pocos minutos. La

            abuela le decía que los buenos iban al cielo y los malos a la paila caliente. Ella piensa que irá al cielo. La sola

            obra de caridad que hizo con el tío le tiene un puesto reservado en el paraíso.

            Unos pájaros se cruzan con ella y ni siquiera se asustan. Tan acostumbrados están esos, piensa, de ver a las

            personas flotando en el cielo. Lamenta no haberse despedido de los suyos, de ninguno, ni siquiera le dio
            tiempo de escribir unos renglones. Mañana o pasado la enterrarán en el cementerio más barato de la ciudad.

            La hija no tendrá esa consideración de llevarla hasta Chiriquí y ponerla al lado del tío. Ojalá la niña tuviera al

            pendiente de que no cavaran una sepultura tan honda.

            Quién rezará las nueve noches, ¿la Rosita?. La Rosita no abre la boca si no se le pagan diez dólares. Así

            como el padre subió de veinte a cincuenta dólares las misas de los difuntos, la Rosita aumentó de cinco a diez

            dólares los rezos. Lo que no le gustaría es que compren licor y lo repartan entre los asistentes a su velorio.

            Comenzó a odiar la bebida cuando iba donde la tía que la mandaba a vender lotería. El esposo de esa tía le

            pegada con todo lo que encontrara a su paso. La pobre estaba tan curtida del maltrato que ni al corregidor lo

            llevaba porque luego la paliza era más fuerte. El Raulito, un hermano, se enterará unos seis meses































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