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CUENTO








                                                             JURISTA


                   Excelentísimo señor presidente: hace ciento cincuenta años el mundo aplaudió la proclama universal

            de Jefferson de que todos los hombres fueron creados iguales. Pocos años después, la revolución francesa

            ondeó la bandera de libertad, igualdad y fraternidad. El nuestro es un siglo signado por el progreso, por la

            lucha reivindicatoria, por la justicia y la equidad: el mundo civilizado no concibe diferencias fundamentales

            entre el hombre y la mujer. Tal sería el farragoso inicio de la instancia que remití al presidente, donde

            reclamaba mi derecho a ejercer como licenciada en leyes.


                   La historia de mi vida siempre ha estado signada por la lucha. Según mi madre, una india guaymí

            del  oriente  chiricano,  estuve  luchando  durante  horas  para  abandonar  el  vientre;  la  vieja  comadrona,

            sudando la gota gorda para que me abriera paso entre las caderas demasiado estrechas de mi progenitora,

            una jovencita de trece años. Por fin, con el sol naciente vine al mundo un once de septiembre, esmirriada

            como un renacuajo pero gritona cual coro de ranas. Era la vuelta del siglo y Remedios, uno de los primeros

            pueblos fundados en el occidente chiricano, con un pasado lleno de indios sin reducir y ataques de piratas,

            languidecía olvidado por los gobiernos. Una cincuentena de casas de adobe y quincha, una plaza central

            donde se juntaba por las noches el ganado en soltura, una iglesia con techo de paja y un camino pedregoso,

            con nubes de polvo en verano y anegado de lodo en invierno, para acceder a otros pueblos de la provincia.

            Nuestra Señora de los Remedios era sinónimo de desolación, atraso y pobreza.


                   Mi padre, español dueño de una tienda de abarrotes, muy temprano me enseñó las letras y los

            números. Al entrar en la escuelita sabía leer con soltura y hasta podía recitar largos poemas. Mi progenitor,

            como tantos otros, abusaba del alcohol; a nadie sorprendía que, bajo sus efectos, muchos maltrataran a

            sus esposas. Cada mujer debe cargar su cruz, escuchaba suspirar a las señoras mientras sorbían el café.

            Desde muy pequeña mi ilusión sería convertirme en maestra, meta que logré a los diecisiete años. A los

            diecinueve convencí a mi padre, que al principio se resistía a dejarme marchar a la capital, para ingresar

            en la Escuela de Derecho. Viajamos en un barco de la compañía Pinel; en el cruce de Búcaro, uno de

            los viajeros  narró el naufragio del Taboga, ocurrido ocho años atrás, en el cual sucumbió una decena de


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