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La mujer sin nariz
CUENTO Es miércoles, la avenida está dura, durísima. Dicen que es por la lotería. Recorrí algunas avenidas de la
vía España y me dirigí hacia el aeropuerto. Hacia allá vamos cuando nos cansábamos de dar vueltas por la
ciudad. No piensen que cuando digo aeropuerto es sentarnos en la sala de espera o en algún restaurante, ojalá
fuera eso. Lo de nosotros es la acera dura y pura, y hay que estar con el ojo en el retrovisor para cuando se
ven las luces de los patrullas. La lluvia, desde la tarde, lava la calle.
Con este aguacero la carretera se ve como un bebé recién bañado. Las luces de los locales, los casinos más
bien, colorean el asfalto, un arcoíris acostado en la calle. Las pocas personas que hay, y eso que son apenas
las ocho de la noche, caminan por las aceras con paraguas de esos que regalan en las campañas publicitarias.
Cuando trabajo me gusta mirar a los lados. Cerca del hipódromo, me detengo a comprar comida. Aunque
los tiempos no estén para lujos, el cuerpo merece algo bueno. Me estaciono y abro al paraguas, también
regalado de una campaña publicitaria, y camino hasta la puerta del restaurante. Es un local de esos que
están adornados con gatitos plateados que suben y bajan las manos al ritmo de una música inaudible. Una a
la vez, nunca las dos al mismo tiempo. No hay más de cinco personas en el establecimiento, tan frío como
esas neveras que cuestan un ojo de la cara. Me acerco a la caja y pido un arroz frito con puerco asado. Como
herrerana, no hay nada más delicioso que un puerquito asado. Pago y me siento en una de las mesas que da
a la puerta de entrada y salida. Miro a la cajera y pienso que anda arrastrando una carreta más pesada que la
mía. Qué hace esta muchachilla aquí, cuando debería estar en la universidad, me digo para mis adentros. Mi
abuela me decía que soy de las que tiene el corazón blando como el caimito.
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