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El número 15, dice la muchacha, como si hubiera un montón de clientes esperando la comida. Hablando de

            números, el 15 tiene ya sus años que no juega. Me levanto y le entrego la factura. Abro la tapa del envase

            de la comida y sale un vapor que me baña la cara, es el olor a puerco que amamos los que venimos desde la    CUENTO

            tierra de la berraquera. De la cartera saco unas monedas y se las doy. Gracias, me dice. Es el agradecimiento

            más triste que me han dado en mis cuarentas y pocos de estar comiendo ‘ojos de rana’, así le llamaba la
            abuela Tranquilina a los frijoles de palo.

            ¿Cuál es el apuro por llegar al aeropuerto?, me pregunto ya dentro del carro. Ninguno, me respondo. Corro

            el asiento y me pongo a comer a mis anchas. Mientras saboreo, pongo el radio para quitarme la tristeza que

            me ha contagiado la muchacha. Está empezando el programa de Chelo, el acordeonista que me gusta. Si

            no hubiese estado triste me pongo a bailar en el asiento. Dicen que todos tenemos algo de artista. Termina

            el programa y doy la última cucharada de arroz. En ese momento caí en cuenta de que no compré nada

            para tomar. Por suerte aún queda la mitad de la botella de agua que siempre meto en el carro cuando salgo.
            Está caliente, pero con este frío nadie necesita cosas heladas. A cada sorbo recuerdo cuando mi mamá me

            regañaba porque tomaba mucha agua; decía que eso ponía la barriga clarita. La calle está desolada. Los

            pocos carros van tan rápidos. No tengo ningún apuro en llegar. Mi plan es quedarme hasta las diez o un poco

            más; con que me salgan dos carreras a la ciudad puedo irme tranquila. Hasta la parada del centro comercial

            ese que adentro cabe todo un pueblo, es un fantasma. En la ciudad y en el campo pasa igual cuando llueve:

            todo el mundo se recoge temprano.

            La lluvia suena como piedras en el carro. La escobilla gira y cuando regresa, todo está lleno de agua otra

            vez. Desde lejos veo la fila de carros estacionados. El que llega es el último en la fila, la regla tácita. Si no

            estuviese lloviendo bajo el vidrio y me ahorro el combustible































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