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perfectamente escarchada –siempre hace calor en David–, cuando lo vi pasar como una
CUENTO
suspiro, gritando el nombre clave que le tenía a mi papá. “Brígido, Brígido”. Nadie más
llamaba así a papá. Entiendo que “Brígido” era el nombre del Santo del día que nació papá.
El tío Afrenio llevaba bajo el brazo algo que desde mi punto de vista parecían rollos de los
que se usan en los planos o algo así. Pero como dije antes, nada me sorprendía del
excéntrico de mi tío. Eran como las 5 de la tarde. Lo recuerdo porque las bandadas de
pericos volaban desde el guayacán hasta el mango, pasando por entre los cables eléctricos y
entre las nubes de polvo rojizas del marzo chiricano. Papá ya estaba limpiando sus
máquinas y poniendo todo en orden como siempre. Cada tornillo, broca, soldadura, lentes,
delantales y guantes se dejaba en el lugar usual para iniciar al día siguiente muy tempranito.
En aquellos tiempos en que había siesta de dos horas al mediodía. Los trabajadores
iban a almorzar a sus casas en bicicleta. Los niños volvían a pie de la escuela. Los maestros
eran como segundos padres. Las familias solían comer en la misma mesa y a la misma hora.
A papá le decían el Maestro. Era organizado, disciplinado, rutinario. Papá era una especie
de sabio local. Era mecánico de precisión y había trabajado en la Chiriquí Land Company.
Había recibido clases directamente de un discípulo de Don Bosco. Soldati creo que se
llamaba. Y su taller había sido semillero donde se cultivaron todos los torneros
metalúrgicos de su tiempo. Papá me repitió hasta el último de sus días, lo importante que
era hacer crecer la cantidad de conocimientos que llevas en la cabeza. “Leer. Leer. Leer”.
Cada vez que yo le preguntaba algo, él me respondía con un periódico, un libro o un
ejemplar de las Selecciones del Reader´s Digest tirado sobre mi cama. Me obligaba a
investigar y a hacerme mis propias opiniones sobre todo tipo de temas. Cómo lo extraño.
Pero volvamos al cuento. El tío iba corriendo con sus papeles y su desorden y al llegar
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