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El bosque de los robles
CUENTO
Tu cerebro es tu empresa. Invierte en tu mente. Lo que aprendes no te lo puede
quitar nadie. Esos eran sus mantras sagrados. Sus leyes de vida. Sus mandamientos. Como
le decía su papá “La vida no es una novela”.
Eran otros tiempos. Ana había ido a la escuela en una época en la que no te daban
un premio por llegar de décimo, ni te diagnosticaban con déficit atencional por traer un
boletín lleno de 3.0, ni te atiborraban de Ritalín para justificar tu ñañequería. Tiempos en
que las cosas aún se corregían con una buena cuera. Y a Ana Estudiar era lo único que le
salía bien. Casi sin esforzarse. Los libros eran su lugar seguro. Lo único que la hacía
sentirse útil e incomparable. De alguna manera justificaba su existencia. Como muchas
otras personas, escuchó a su papá y optó por estudiar algo que le asegurara un ingreso fijo y
decente. Derecho. Obvio. Todo eso del arte y las humanidades, no eran más que pendejadas
que la iban a matarla de hambre a la larga. Todo el mundo necesita un abogado. Derecho.
Obvio. Y así fue.
Pero Ana se prometió a sí misma que una vez terminada la universidad, iba a
estudiar algo que en realidad le interesara. Algo que la apasionara. Lo que siempre había
querido hacer. Le tomó algunos años decidirse a agarrar sus maletas e irse. También había
un amor fracasado en la receta de su decisión. Siempre hay un amor fracasado en la
decisión de largarse de un sitio.
Recién graduada ejerció como asesora legal en un banco de esos que se iba a perder
en medio de las entonces tan temidas fusiones, con un sueldo de miseria y un uniforme
horroroso. También fue pasante en un par de firmas grandes, de esas en las que cualquier
cosa que uno haga es decente. Fulano, Zutano, Mengano y Perencejo. Todos apellidos
dignos de la Junta provisional de Gobierno. O de corsarios ingleses. O de nuevos ricos en
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